A la una y media de la tarde, las mesas están ocupadas y los cuatro mozos, vestidos monocromáticamente, hacen acrobacias para satisfacer la demanda de los clientes. El restaurante de Rafael está en su apogeo. Tras once años de servir como mozo en concurridos restaurantes, había logrado aprender las técnicas del negocio y lanzar el suyo propio.
Un local bastante ventilado que goza de iluminación natural la mayoría del tiempo, tiene además en las paredes fotografías de platos peruanos emblemáticos que te hacen soñar degustarlos en cuanto ingresas al gran salón. Sus cocineros, diestros en su materia, hacen realidad los sueños que los clientes conciben tras cruzar la mampara amplia y en demasía pulcra. La música, también peruana, permite mantener la privacidad de las conversaciones en cada mesa y anima el estómago de los comensales, incluso de quienes, por acaso, acuden solos al recinto culinario.
Rafael es un hombre maduro, que bordea el medio siglo de existencia, utiliza un bigote bastante pasado de moda - que más tarde comprobé, por una fotografía cerca de la caja, inspiraba su padre -, difícilmente viste colores distintos al negro o tonalidades de azul que se le parecen. Su voz de bajo inspira confianza y produce una invitación casera. Siempre con un espíritu positivo, procura enseñar tantas veces se le permita a los jóvenes trabajadores que lo acompañan en su empresa. Él mismo no se resiste a tomar personalmente nota de los pedidos cuando ve que la doble pareja mixta de mozos parecen no alcanzar los estándares de calidad que él mismo ha determinado. Sin duda, Rafael parece haber aprendido muy bien acerca del negocio. Sin embargo, siempre se termina escapando algo.
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El restaurante se ubica equidistando de tres edificios repletos de oficinas, cuyos ocupantes a partir del mediodía pugnan por una mesa libre "Donde Rafa". Todos ellos buscan la sazón, el buen trato y la variedad de precios que Rafael inteligentemente ha dispuesto para sobresalir de entre la competencia. Pero durante la hora crítica, entre la una y cuarto y las dos de la tarde, su proceso se ve seriamente probado.
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Queso helado. |
Los mozos no se dan abasto. En medio del caos, que procuran esconder tras el mostrador, los muchachos llegan a servir el postre antes que el plato de entrada e, incluso, el de fondo y el hambre que se ha desarrollado mientras esperas una mesa libre te tienta a empezar por allí. Y hoy caí rendido ante la tentación.
Aquel platillo estaba tan bueno que luego del primer bocado no pude detenerme hasta el final. Para cuando llegó la ensalada y el plato de entrada mi gusto estaba algo amodorrado. Aún así, me resultaron deliciosos al final. En cambio, el plato de fondo no lo terminé. Un poco avergonzado conmigo mismo inspeccioné las demás mesas, entonces vi que no era el único. Los otros comensales también habían cedido y el resultado había sido casi el mismo.
La culpa no fue de Rafael ni de sus muchachos, tampoco de los cocineros por haber hecho tan apetitoso dulce. La culpa eratoda mía: ¡dejé que el hambre me hiciera caer! Aceptando el postre primero sabiendo - desde niño - que éste tiene su lugar al final.
"A veces en la vida el orden de los factores sí altera el producto".
¡Cuánto hay de parecido en la vida! No sólo en el almuerzo sino también en lo cotidiano, cedemos ante el primer postre que se nos presenta, sabiendo bien que este tiene lugar después de otros platos y puede, incluso, ser perjudicial a nuestra salud. A cuidar el estómago, el corazón, la mente y así tu vida.
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