La estilista que yo soñé

Anoche visité un centro comercial y no precisamente por placer sino porque acusaba la necesidad de recortar mi cabello. El tamaño de éste ya había superado el límite que mi decencia permitía y como soy de los varones que no confía a cualquiera su corte de cabello, acudí - como siempre - al mismo establecimiento, buscando a la misma persona.

Por coincidencia, mi agenda me permitió acudir al centro de estética el mismo día en que hacían su debut los equipos de fútbol peruano en la Copa Libertadores de América y en vísperas del día internacional de la mujer, y como era de imaginarse el centro comercial gozaba de gran afluencia. Aunque llegué puntual al horario pactado, no era mi turno y en la fila de espera se hallaban otras personas que serían atendidas antes que yo. Entonces, procuré distraer mi mente con alguna lectura de esas revistas que abundan en las salas de espera y hasta viendo en la televisión alguna novela turca que habían sintonizado en el establecimiento que elegí, sin embargo, el sonido de un vibrante juego de fútbol a escasos metros fue detectado por mis oídos agudos. 

Aquel sector del centro comercial, está compuesto por la diversa oferta de los que ofician la peluquería y barbería, y cada quien goza de una fiel cuota de clientes, tanto así que no tienen la apremiante necesidad de disputarse a cada uno de los visitantes que por allí pasa.

Conocí a Rut hace varios años y, desde entonces, la tarea de cortarme el cabello no se la he fiado a nadie más, además su simpatía y la buena conversación que ofrece siempre me han vinculado inquebrantablemente a su negocio. Pero en cuanto oí el barullo, que por tradición acompaña al fútbol, aquella música providencial para el momento de aburrimiento, me vi tentado a salir del establecimiento de Rut y seguir a donde mis pies encuentren un lugar frente a la narración televisiva del deporte rey.

La emoción del fútbol no siempre gobierna en las decisiones.

En la entrada de un local contiguo, estaba un grupo de varones apiñados todos frente al televisor sin ser, siquiera, clientes. La anfitriona, quien tenía menos clientes en fila de espera y que coincidentemente eran varones en su totalidad, no había ofrecido alguna queja por la posible obstrucción, para otros clientes, en la puerta de su puesto de trabajo, sino que al contrario animaba el ambiente del juego dando opiniones serias al respecto y hasta con la propiedad de una comentarista profesional. Allí mientras blandía sus tijeras, proyectaba su vista hacia el televisor, cada vez que podía, para supervisar el desarrollo del juego. Sus clientes más que complacidos por el excelente servicio y los polizones que aguardaban a la esposa u otro familiar mientras se atendían en algún puesto vecino, gozaban de la transmisión gratuita y tan amable que ofrecía ella. La estrategia que trascendía los noventa minutos reclamaba una revisión de mis convicciones. Pero la emoción del fútbol no siempre gobierna en las decisiones. Mientras quedaba pendiente del partido, a la vez, miraba de soslayo que no me usurpen el turno, en el puesto de Rut.


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