Los besos de un buen gobierno

Yo era muy pequeño cuando mi abuelo se desempeñó brevemente en la política. Mi abuela recuerda esos episodios como si fueran de hace poco. Él ya no está con nosotros y la nostalgia entra a la habitación, con cada fotografía que repasamos. Aquí está tu papá inaugurando esto y aquello, me dice, cuanto más cavila en sus memorias más le brillan los ojitos.

Hace unos meses, en el pueblo de mi abuelo, una pequeña comunidad de agricultores, donde también crecieron mi papá y sus hermanos, esperaban, con poca expectativa, la temporada de elegir nuevos dirigentes para los siguientes dos años. En una de esas asambleas propias de la vernácula regional, se congregaron los comuneros de aquella localidad. Los veteranos, agrupados en las primeras filas, con la consigna de superar la sordera propia con el oído del compañero, compartían el salón comunal con los más "jóvenes", quincuagenarios en promedio, cuya picardía siempre juega bordeando el descontrol y que se corrige con una llamada de atención matriarcal, aquel toque fino femenino que provee equilibrio necesario a la reunión. Según la agenda, es momento de hacer propuestas de candidaturas para la dirigencia, y los murmullos poseen la sala. Las recientes experiencias no han resultado satisfactorias, como para acusar una reelección, y algunos otros nombres ya no están para trajinar el cargo. Entonces, de entre el barullo, alguien lanzó el nombre de mi papá como propuesta de candidato a la presidencia. Así, con su sonido imponente. La proposición trajo quietud momentánea y el ruido en la sala se elevó después de ese silencio, llovían vítores y halagos para el hombre que representaba a mi familia en esa reunión. Mi padre, un hombre de grandes cualidades, acumulaba el respaldo de la comunidad, parte de ello, también, gracias al legado de mi abuelo. Ambos habían conseguido que el apellido de la familia reaparezca en una disputa electoral, luego de una veintena de años y más.
Los besos de un buen gobierno. | Crédito: Menorca Web 


En cuanto toda la familia conoció la posterior victoria en las urnas, el respaldo llegó con desbordante felicidad. En casa sabíamos que la asunción del cargo sería sólo el principio de aquella montaña rusa llamada gestión. Mi padre, dueño de una solvente oratoria, pudo atender las disputas y querellas que aparecieron en la primera asamblea. Demandas y solicitudes, algunas de ellas tendenciosas, y demás emergencias, requieren al nuevo presidente actuar con sagacidad y presteza, cosa que mi papá sabe muy bien cómo hacer. Él no anhelaba sentarse a resolver los problemas de todos, pero sí deseaba hacer más por su pueblo. Por eso no rehuyó la responsabilidad. Sé que lo hace por el honor de la familia y el beneficio de aquel pueblo. Pueblo que seguirá entregándose a sus tradiciones del pasado y que prefiere medir a sus gobernantes por los besos que entrega y no tanto por las transformaciones en el largo plazo. Pero mi padre, ha dicho, que si está allí es para hacerlo posible.

P. D. El de la foto no es mi padre, es el español Pedro Sánchez Pérez-Castejón. 

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