A mordiscos aprendí

En el libro de mi existencia no parece estar escrito siquiera algún episodio feliz con mascotas.
Desde que tengo memoria, los animales que alguna vez acompañaron mis vivencias, vieron interrumpidas sus aventuras junto a mí por circunstancias dignas de algún tratamiento postraumático.

Intenté con aves, las cuales nunca entrené para defenderse de felinos groseros y con otras especies menos ornamentales los predadores resultaron llevar mi propio apellido. Los apetitos cárneos muchas veces pueden más.

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"Los perros requieren mucho espacio, ellos podrán darle eso y más", fue la frase que repitieron mis padres cuando mi primer cachorro casi de cuatro meses era llevado en brazos por unos tíos lejanos. Entonces, decidí tener un cachorro para cuando viva solo y pueda darle suficiente espacio.


A partir de los espacios y su manejo adecuado como hábitat, llegué a tener peces, no pocos, en una pecera que con dificultad podía sostener en ambas manos mientras la limpiaba periódicamente. Meses después, me enteré que no podía seguir teniéndolos. El presupuesto para mantener la idea de que continuaba teniendo los mismos siete peces era muy costoso. Los muy tontos se creían acróbatas y pegaban saltos largos fuera de la pecera que acababan consigo mismos.

Ya entrado en la secundaria, los gatos me parecieron una opción razonable, aunque para tener uno tuve que esperar a que mi hermana crezca un poco. Finalmente, comprobé que los gatos son independientes, a veces más de lo que uno espera.
En adelante, cada vez que me ofrecen adoptar algún animal, por el bienestar de ellos más que por el mío, prefiero decir no.


Hace algunos días, al salir de casa aún con la satisfacción del almuerzo, caminaba pensando en esas ideas de cómo entretenerme durante las exposiciones tediosas de la junta laboral que me tocaba minutos después, sentí aquel recorrido frío de cabeza a los pies que el instinto humano denomina amenaza. Quizá solo para confirmar, giré tarde para ver quién había sido el perro desconocido que, por segunda vez en mi vida, tomaba por asalto con sus mandíbulas mi pantorrilla izquierda.



De acuerdo a sus filosofías, mis amigos entienden este episodio como alguna señal en consecuencia de mis actos, cosas que particularmente me tienen sin cuidado. Ya no me importa intentar tener mascotas, por lo menos no mientras siga cojeando. 

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