¿Por qué no se van?

El cielo aún estaba pintado con el azul de la media tarde y la brisa se sentía calma y fresca. La avenida Larco permitía llevar el paso cómodo y traer a memoria los títulos de libros que quizá no había listado oportunamente. El dinero no importaba. Al menos, no mucho para estar en Miraflores. Era el último día de la Feria del libro Ricardo Palma y como más vale tarde que nunca, cumpliría la promesa que me hice hace unos días.

Mis pies sentían los patrones en el relieve de la acera y la bossa que me acompañaba desde los audífonos permitía a mi mente jugar con adivinar la nacionalidad de cada turista que me cruzaba. Cada cinco metros, un nuevo turista hacía que me tome el juego más en serio y sentirme como extraño en mi propia ciudad. Aunque más dueños se sentían los rubios y estirados miraflorinos, que amenazaban con la mirada a quienes no traían la piel como a ellos bien les parecía.

Cuando era más justo, una familia con el paso apretado me supera por la izquierda. El hombre mayor, de unos cincuenta, trae una casaca de cuero negra que contrasta con su piel oscurecida por el frío andino. Su esposa, viste una chompa de lana blanca con detalles hechos a la medida, una falda coposa color verde mate y los zapatos derrochando elegancia que junto al sombrero de paño, de inmediato identifiqué venían del altiplano nacional. Un joven que parece apenas mayor que yo, lleva de la mano, junto a su propia esposa, a quien sería el nieto de los dos quincuagenarios.
No era una familia pobre. Su vestir, que con prolijidad unía lo moderno con lo tradicional, revelaba que eran de clase media y quizá un poco más. Parecían tener el mismo destino que yo. Y todo eso no importó, para que un sujeto, aprovechando la velocidad de su auto, ensordeciera la calle con un grito. "¡A su casa!"  les profirió.
Captura de Youtube.
El corazón se me arrugó, porque la calle recobró sus sonidos en un par de segundos y las pocas miradas de compasión se fueron como vinieron, laxas. Los puneños se miraron entre sí y con un suspiro ahogaron algún asomo de vergüenza. Y claro, no tenían por qué sentirse, acaso, menos. Su paso acompasado no se debilitó y me devolvió la confianza.

Quizá el conspicuo miraflorino desconoce que esta tierra era de ellos mucho antes que siquiera suya. Pero hasta que lo sepa encarguémonos de difundir la cultura peruana, a costa de los que solo buscan denigrarla.

Y como para pasar el trago amargo, si también lo sentiste, te dejo un recuerdo ameno. A Los Prisioneros.

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