Servicio exprés

Era invierno como hoy, aunque no tan frío como ahora. Volvía de correr un domingo muy temprano (porque entonces al menos se podía) y en mi iPod sonaba Don't stop me now. A pesar de la canción, me detuve a comprar esos tamalitos con olor seductor que vendían en la esquina. Después de todo, en domingo siempre se rompe la dieta.

Lucy, la niña que vende los tamales, viendo mi cara entre gestos de sorpresa y desconfianza por el camión que se estacionaba frente a mi edificio, me dice: "Tendrás nuevos vecinos". Así comenzó todo.

Serían las primeras personas que vería mudarse al edificio donde vivo. No es que sea feo, de hecho, nada tiene que envidiar a cualquier otro del centro. Bueno, de no ser por el ascensor malogrado y el olor hediondo que sale de la azotea, cosas que nunca se repararán por el excesivo presupuesto, según el casero.
Tener un apartamento allí es como sacarse la lotería, sobre todo en tiempos de crisis como el que atravieso.

Unas zapatillas fucsias aparecen saliendo de la cabina del camión, con atuendo deportivo una señorita abre la puerta del recibidor e ingresa al edificio. Mi corazón se acelera y pido un deseo: que solamente ella sea la nueva vecina.

Han pasado seis meses desde que se halló un cadáver en el otro apartamento del quinto piso y el lunes último, el casero anunció que estaba listo para recibir a un nuevo inquilino, así que publicó el anuncio respectivo. No pensé que fuera tan pronto. Pero allí la veo, habrá nueva inquilina.

Acelero el paso e ingreso con mis compras en mano; el casero, en una esquina del recibidor, conversa con la vecina, hago una maniobra con las llaves e intento llamar la atención de los dos. El casero aunque oye mis llaves, no quita la vista de la chica y ella ni se inmuta con mi presencia, parece tan apurada como si los de la mudanza le cobraran por cada segundo que pasa. De puro orgulloso, hago como si no los veo y subo las escaleras hasta el piso cinco.

"Después de todo, en domingo siempre se rompe la dieta"
Pero no podía pedir más. Mi apartamento, el 501, tiene la puerta en frente del que irá a ocupar ella. Aunque sí. Antes de entrar en él: me detengo, volteo para el 502 y sonrío. Entonces suspiro y exhalo un deseo sincero, giro las llaves en mi puerta y entro. Mi corazón late normal otra vez.


Esos tamales estaban tan buenos como su olor predicaba. Qué sería de mis domingos sin Lucy en la esquina. Probablemente estaría en forma y la rutina de ejercicios tendría efecto. Mientras cavilaba esos universos paralelos sin Lucy, un sonido fuerte que viene del pasillo me hace poner en pie. Seguro son esos ineptos de la mudanza, me digo, recordando los destrozos que hicieron durante la mía.
El sonido descuidado tiene un par de réplicas entre que lavo los platos y me sirvo más café. Mientras agrego azúcar, levanto la vista para ver una foto de mi abuela y desde su retrato ella pregunta si estoy listo para volver a casa.

Con mi taza en mano, me acerco a la ventana batiendo el azúcar con la cucharita de plata que me obsequió la adorable viejecita, quiero ver cómo va la cosa allá afuera. La cucharilla solamente da una vuelta más por la inercia. No veo al camión ni los cargadores. Dejo la taza sobre la mesa y saco medio cuerpo por la ventana, no es exageración, realmente estoy asombrado. No está el vehículo ni más allá. ¿Terminaron la mudanza tan pronto? Bebo un sorbo del café, aún caliente, y abro mi puerta buscando resolver el misterioso asunto.

Subiendo los últimos peldaños, con el cabello recogido en una cola, está ella. Sus ojos verdes me saludan mientras sus brazos fuerzan con su equipaje, entonces reacciono y tomo sus maletas, le sonrío algo tímido y saludo.  Aunque imperfecta, esa primera interacción tendría un buen resultado.

- Gracias, me quedaré aquí en el 502 - dice mientras inserta la llave en la cerradura.
- Entonces seremos vecinos de piso. - respondo, dejando momentáneamente las maletas - Soy André y vivo en el 501 - agrego señalando a mi espalda.
- Genial, "nuevo vecino". - responde con ese énfasis y con la mirada me invita a pasar - Mi nombre es Margarita, pero para los vecinos puedo ser Maggie - sonríe.

Esas dos maletas realmente pesaban, ¡como si llevaran cadáveres humanos! Mas el esfuerzo y el último pensamiento desaparecen cuando ella recupera su equipaje rozando sus manos con las mías. Mientras se pierde en la que será su habitación, contemplo todos sus muebles. Vaya que no resultaron tan ineptos los de la mudanza. Habían terminado en menos de una hora.

- ¿Contrataste un servicio exprés de mudanza o algo así? - pregunto intentando ser yo.
- Bueno, sí. - ríe y confiesa tomándose el dedo meñique - Mi jefe me debía un favor y fue él quien contrató a los de la mudanza. Tienen un lema de si tardan más de una hora, la mudanza es gratis o algo parecido.
- Vaya, suena interesante. - y lo digo no por el servicio, sino por su jefe. A menos que mi abuela fuera mi jefe, no creo que alguien se atreva a pagar tamaño servicio por mí.
- ¿Y a qué te dedicas? - ¡¿realmente pregunté eso?! Me detesto.
- Soy enfermera.
- ¡Fantástico! La mayoría de inquilinos en el edificio superan los 60 años, así que querrán conversar mucho contigo. - otra estupidez más y el siguiente suicida seré yo - tú sabes... consultas.
- Sí, lo sé. Esa también fue una razón que me convenció en mudarme para aquí. - ¡¿Acaso es una amante de los viejitos?! pregunté con sarcasmo en mi mente - Y no es que buscara un asilo sino quería vecinos, tú sabes, más "tranquilos".

"Si algún día me mudo, espero sea contigo"
No, no sé. Pero me da igual, tiene la sonrisa perfecta y sus ojos hipnotizan.
La conexión se pierde porque recibe una llamada al móvil y ella atiende. Parece que alguien pregunta cómo va todo. Quizá sea su novio, pero por su forzada reacción sigo adelante con la ilusión. Es el jefe, me doy cuenta. Una vez más, postergo la preocupación. Meto las manos en los bolsillos y giro como admirando el apartamento. Ella se me acerca con un brochure, pero aún habla por teléfono, es del servicio de mudanzas.

- Ten, por si algún día lo necesitas - susurra.
- Oh, gracias. - respondo, si algún día me mudo, espero sea contigo, pienso.

Mi atención está en la llamada y ella parece haberse dado cuenta. No hay que ser psíquico para percibir su deseo de privacidad, así que miro mi reloj, como si en domingo tuviese planes, afirmo el folleto en la otra mano y con señas le digo que debo irme.
- Vale, muchas gracias. - asiente y susurra otra vez.
Cierro la puerta tras de mí y la curiosidad sale conmigo. 

Esto de ser freelance va teniendo resultados prometedores, hoy vuelvo a casa con el ánimo al tope. Me detengo en la cabina del teléfono público, porque esto debo contárselo a mi abuela.
- ¿Aló?
- ¿Hola? Abuela... - saludo.
- Hijito, ¿cómo estás? Esperaba tu llamada... - me interrumpe emocionada.
Mi abuela no necesita identificador de llamadas, me reconoce cuando la llamo. Mi voz resuena en su mente día a día, como la suya en la mía. Realmente la extraño, pero aún no puedo volver. No así.

Hace cuatro años, recibí una oferta de trabajo imposible de rechazar. Le vi como la oferta de mi vida. Aunque aceptarla implicaba ir a la capital y viajar cientos de kilómetros, separándome de la casa que me vio nacer. Dos años después, la empresa donde trabajaba entró en recesión y al período siguiente quebró.

- ¿Y ya tienes novia? - pregunta.
- Ja, ja, ja. No abuela. Ya te lo habría contado. - respondí.
- Pero estás saliendo con alguien... - insiste.
- Bueno, ¿recuerdas la chica linda que se mudó hace tres meses al edificio?
- Sí. ¿Averiguaste si es soltera? - quiere saber más y no se detendrá hasta lograrlo.
- De hecho, hoy la invitaré a cenar.
- ¡Qué bueno, hijo! Conózcanse bien, pero vayan con calma.

La abuela no es de las madres que sobre protegen y celan a sus hijos. Al contrario, le aterra la idea de que esté tan solo en una ciudad grande y lejos de mi familia.
- No quiero presionarte, pero ya es hora de saberte con una novia - aconseja.

Opino igual, aunque ella sabe que no es tan sencillo para mí. 

═ ※ ═

Estoy a una cuadra del edificio. Practico en mi mente cómo haré la invitación. Mis pasos son largos, casi estoy corriendo. Estoy emocionado. Las últimas semanas salimos a correr juntos por las mañanas y también compartimos los tamalitos en el desayuno algunos varios días. Se ríe hasta de mis chistes más malos y me admira, con sus ojos verdes, cada vez que le cuento los progresos en mis proyectos independientes. Creo que le gusto. No. Estoy seguro. Le gusto.

Don Fabián, el casero, está en la puerta mirando con cara de bobo un auto que está al frente de la entrada del edificio. Apenas me responde el saludo. Pero no me importa, hoy es mi noche. Subo las escaleras, de a dos escalones por paso, hasta el cuarto piso. Allí me detengo un par de segundos, recupero el aliento y sigo subiendo las escaleras como la gente normal. Estoy delante del 502. Me reviso la ropa y arreglo el cabello. Mi corazón late a mil. Levanto la mano para tocar pero me congelo. Me pregunto si estoy listo para hacer esto, pero antes de responderme ya había dado tres golpes a la puerta.

La puerta aún no se abre. Esto es muy extraño. Maggie nunca deja las luces encendidas. Así que insisto una y otra vez. Recordé lo de hace medio año y quise tocar con más fuerza. Pero quizá está en la ducha o, simplemente, se quedó dormida.
Mejor lo dejo para mañana, me consuelo. Doy media vuelta e ingreso a mi apartamento, cierro la puerta y me recuesto sobre ella sin siquiera encender las luces. Suspiro, con la mente toda en blanco. La puerta del 502 se abre. Lo escucho claramente, giro y veo a través de la mirilla. Es ella, está en bata. Lo sabía, estaba duchándose. Pero actúa extrañamente. Se asoma y decide salir con timidez, quiero ir y darle encuentro, pero esta vez no soy tan torpe y sólo observo detrás de mi puerta. Mis piernas me pesan y mis ojos se nublan de repente, vi al jefe también. Él la besa con pasión, ahora sé que no es sólo su jefe. Él quiere un beso más largo, pero ella lo interrumpe colocando las manos sobre su pecho. Le dice que parta pronto, con cuidado y seria discreción. Aunque le cuesta, él obedece. Mientras desaparece, ella mira hacia mi puerta asegurándose de que yo no esté. ¡Vaya qué perfidia!

Ya no quiero ver más su rostro, por eso retrocedo y en silencio me alejo para llorar en mi ventana. Por última vez, veo como aquel Porsche, que admiraba don Fabián, arranca y velozmente se va. Aunque la noche me parece larga, no tengo apuro en apartarme de la ventana. Pronto amanece y sin darme cuenta ya no quedan más lágrimas en mis ojos. Entonces supe que ella era la señal que tanto esperaba. Corro a mi habitación y busco el brochure atesorado en mi agenda. Hago la llamada y empiezo todo el ajuar a empacar. Y a mi abuela le escribo:
"Espérame en casa abuela, hoy vuelvo. Es sólo una hora, sólo eso y nada más".


 
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