Sector lácteos

Un debate inexplicable nace cuando llego al sector lácteos del supermercado y debo elegir entre los yogures de durazno y mango. Aunque, todas las veces, tardo varios segundos sosteniendo ambos productos, siempre dejo el de mango.

Empujar un carrito de compras por los pasillos del supermercado ha contribuido en aliviar mi estrés citadino. Más que una terapia es casi un ritual. Circulo la misma ruta cada quincena, conozco el calendario de las verdaderas ofertas y sé qué playlist tocarán a las tres y cuál a las siete. Todo parece estar bajo mi control, incluso la espera en los cajeros, eso es simplemente sensacional. Pero mayor que todo eso, es la voz que hizo temblar el tablero donde mis fichas yacían imperturbables.


Una sublime entonación, cuya impostación profesional hizo delirar mis sentidos. La voz angelical que al finalizar su intervención, hizo ver eternos los tres cuartos de minuto hasta su próxima anunciación.

Conozco cada rincón del establecimiento, áreas públicas y restringidas, había examinado los planos de evacuación y estacionaba mi auto en la zona más segura del aparcamiento, pero ahora daba vueltas y con la mirada ambulante buscaba la cabina desde donde se pronunciaba el aviso en celestial acento. Un niño extraviado podía ayudarme a encontrar la razón que hace meses parecía haber perdido.

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"Visto por última vez cerca del área de electrodomésticos" y allí estuve de inmediato. Los pasadizos cercanos eran cuidadosamente revisados por el personal del establecimiento, y la cantidad exorbitante de clientes sólo entorpecía la búsqueda. El área de juguetería había sido revisada tres veces y así con cada lugar en los que se creía podía estar el infante.
"Hace falta estar ciego para no ver a un infante de cinco años solo, deambulando en semejante supermercado" criticaba a todos, incluyéndome. Entonces recordé - siempre un paso adelante - los puntos ciegos de las cámaras de vigilancia. Eran tres en total. Uno cerca a la pastelería y otros dos en un mismo sector. Sí: lácteos.

La corazonada punzaba más fuerte al compás del chillido de las ruedas sobre el piso marmolado y las palabras que, navegando desde los altavoces hasta mis oídos, me hacían tener más fe. El pequeño con la descripción, que había dado aquella voz dulce, bebía, a sus anchas, un yogurt de mango frente al exhibidor, un lugar apacible donde nadie había descubierto su travesura.


Le ofrecí mi mano y apretó los dedos que pudo, dimos un par de pasos y señalé la cámara de vigilancia más cercana para luego saludar juntos. En pocos segundos, los padres y el personal nos habían rodeado. Sin ser ajeno al sentimiento, yo buscaba mirar a través del lente a quien había removido mi sentir con su voz.
La acción diferente me hizo dueño de la mirada y la sonrisa que se escondían tras el cristal de una cabina que pronunciaba las más excelsas notas que jamás oí.


Me bastaba con saber su nombre, pero ahora tengo hasta su corazón. Aquella tarde, hizo de mi desorden una obra de arte. Y con esa nueva definición de mí, yo le escribo decenas de versos mientras espero en el estacionamiento, cada noche, por ella.


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