Alektorofobia

Recuerdo que el patio de mi casa nueva se había convertido en la fuente de los deseos postergados de mi familia. En su espaciosidad, mi padre se había convertido en el amo y señor del jardín, en cuya extensión había sembrado hortalizas y otros cultivos menores, mis hermanos pequeños habían adoptado una juguetona perrita que retozaba a sus anchas bajo la complaciente mirada de sus emocionados padres adoptivos, una oportunidad negada de mi infancia, y mi madre, con el afán de querer quitarme los viejos miedos, pidió instalar un pequeño corral para gallinas que pronto poblaría sin mayor dificultad, y eso me resultaba en una idea altamente perturbadora.

No sería mi primera experiencia con aves de corral o especies parecidas. De hecho, cuando tenía doce años, en un intento de acercamiento a tales especies resulté consolidando mi miedo. Había conseguido reproducir una trampa para palomas con base en las narraciones de la vida campestre de mi padre, para que al atrapar a la aves, luego, teniéndolas entre mis manos darles su preciada libertad. Sin embargo, ellas nunca cooperaron y, al contrario, con todo el alboroto que hicieron terminaron en la olla de mi abuela. Platillo que, por cierto, nunca llegué a comer. Pero la deuda seguía en pie, pues, desconozco - o prefiero mantener en el olvido - el porqué de mi fobia a las aves de corral. Sus sonidos y movimientos propios y la forma en que acusan con esa mirada inquietante terminan de remover en mí cualquier rezago de paz y aunque mi madre insista que son animales inofensivos, para mí seguirán siendo altamente nocivos para la salud mental. Por eso, desde siempre, con las gallinas de lejitos no más.

Créditos: Jesse Schoff

Ha llegado Febrero y sus primeros días traen consigo un cargamontón llamado San Valentín. Mis amigos, con la finalidad de contagiarme el espíritu de esta festividad comercial, han procurado hacerme partícipe de sus planes y así, de pasada, arrebatarme la soltería que vengo disfrutando desde hace algún tiempo.
Quizá más por envidia que por sana preocupación.
No había encontrado relación alguna entre mi alektorofobia y esta situación particular hasta que en cada alentadora conversación empecé a recibir el mismo consejo de siempre. Fueron tantas las veces que han concluido coincidentemente en la misma frase que en una de esas hasta sentí como si fuese mi madre quien decía: "Tira el maíz, hombre, tira el maíz", y entonces, con mi paciencia bordeando sus límites, alcancé a decir: "es que no puedo, soy alektorofobo", a lo que mis amigos muy sorprendidos solo consiguieron responder con una maldición que más parecía un consuelo. Santo remedio.

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