A medida que la enfermedad nos rodea y aprieta, tanto más echamos de menos el último abrazo o beso que participamos. Ya no vemos posible en el futuro cercano estrecharnos de manos con los amigos o recibir las visitas en la casa con un fuerte abrazo. El miedo que trae la peste también crece con la distancia.
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Ahora, los abrazos van llenos de miedo y allí pierden lo terapéutico y sanador.
Excusados por lo agitado de nuestras vidas cotidianas, le fuimos quitando valor a esos toques sinceros. Ahora, los abrazos van llenos de miedo y allí pierden lo terapéutico y sanador; se dan las manos con desconfianza, vemos hálitos de terror. Somos presas de las psiquis que nos prohíben besar, abrazar, tocar y respirar. Y aunque la virtualidad parezca habernos provisto de tolerancia a ciertos agentes patógenos, allí también se nos va la felicidad.
Debí abrazarte un poco más aquella última vez que te vi.— Andrés Carrillo (@AndreloDice) January 18, 2017
Si algún día, cuando los números también lo permitan, nos volvemos a encontrar, ojalá no tengamos que hablar de esta cuestión. Pues solo así habrá valido la pena postergar todas estas cercanías para la próxima década.
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