Los zapatos de mi abuelo

Hace un par de semanas, me lastimé la mano derecha haciendo deporte y mi recuperación ha pasado por la inmovilización que provee el yeso, descansos médicos, accesorios ortopédicos y sesiones con el fisiatra que aún no terminan. Desde que salí de esa sala de emergencias, he recordado mucho más a mi abuelo en estos últimos días que en todos los años que lleva ausente.

Él era un hombre del campo, un campesino trabajador cuyo ímpetu era difícil de dominar, aun por él mismo. Un amante declarado de la vida.

Desde joven fue protagonista en su pueblo natal. En las fiestas costumbristas se entregaba con toda devoción. Como jinete prodigioso, él hacía desfilar a su corcel, a toda velocidad, por el borde del precipicio, en una de las carreras de caballos más peligrosas del país, y siempre fue rival de temer. El fútbol no le era esquivo, es más, de allí le heredaron el apelativo con el que hasta hoy se le identifica y que tuvo trascendencia en otros distritos de la misma provincia. Toda vez que vistió pantalón corto en la cancha, el rival conocía que, aun estando de espaldas, mi abuelo tenía probabilidades de anotar un gol, y él siempre buscaba hacerlo a su estilo: de Taco. Yo no podría usar ese apelativo todavía, mis estadísticas en el área chica no me lo permiten así.

Desde joven fue protagonista en su pueblo natal. En las fiestas costumbristas se entregaba con toda devoción.

También se le conoce una faceta como trovador. Cuando finalizadas las carreras y el deporte, luego de la premiación, fielmente acompañado de su tinya, ponía letra y música para no dejar morir a la fiesta, y de vez en cuando endulzaba a sus oyentes con unas rimas sazonadas de humor. Él era un poeta romántico, un buen narrador de historias, un humorista astuto, un defensor de la izquierda, un hombre muy fuerte, cuya única debilidad fue la bebida.

Todavía recuerdo aquella tarde de sábado, cuando a mitad del almuerzo atendí al sonido del timbre y la amena comida fue sustituida por los nudos en la garganta que traen las malas noticias. Mi abuelo había sufrido un derrame cerebral, que lo dejaría hemipléjico, mientras volvía del campo a la ciudad. Aquel día no llegaría a casa, pasó de un asiento de bus a la unidad de cuidados intensivos.

El camino de su recuperación era largo y difícil, casi terminaron con los recursos de la familia, pero aun cuando parecían extinguirse se multiplicaron la paciencia, el amor y la esperanza. Su amor por vivir, le hizo ver más alto y encontrar respuestas que en su cómoda vida no habría conocido. Pudo pasar de estar en una cama a caminar por su cuenta, de las dificultades para hablar a recuperar la sonrisa, sin embargo, su brazo izquierdo permanecería quieto, a su lado, como un ayo para sus últimos años.

La rudeza con la que me sometían sus ásperas manos a una cabalgata imaginaria sobre su pierna, era cosa del pasado, ese recuerdo de mi infancia me invadía cada vez que examinaba sus manos, y mientras recortaba sus uñas, me parecía que una extraña lozanía se estaba reencarnando en las gruesas manos de mi abuelo.

Estos días, privado de mi actividad laboral, he comprobado las dificultades del tener un brazo inmovilizado, sometido a la inacción que frustra y te fuerza a una reeducación de tu cuerpo y tus intenciones. Se ha conmovido mi temperamento y he podido reflexionar en los consejos que escuchaba de él mientras abotonaba su camisa o ataba los cordones de sus zapatos. Aquel calzado negro que he sentido en mis pies, repitiendo sus consejos desde su lugar en mi memoria.


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