Alto tiempo de espera

El último jueves, mientras jugaba un sencillo partido amistoso de vóley, sufrí un esguince en el pulgar de la mano derecha. Y aunque el juego había terminado para mí, la charla técnica recién estaba por comenzar.
La amable sugerencia de mi novia, quien estuvo conmigo en todo momento, y la creciente presencia del dolor en la zona afectada influyeron en mi decisión de acudir a la sala de emergencias de la clínica donde estamos asegurados. De camino, en un taxi, ella me ilustra cómo la cuota dramática que yo pueda aportar recibiría en respuesta una atención médica efectiva. Y, aunque, con mis palabras ofrecía cierta resistencia, consideraba las ideas de esas escenas en mi imaginación, pero eran interrumpidas periódicamente por el dolor y la baja temperatura de aquella noche otoñal, que, en cada vez, encogían más mi cuerpo dentro del sedan azul que iba a noventa por hora.

Y aunque el juego había terminado para mí, la charla técnica recién estaba por comenzar.

En cuanto bajamos del taxi, mi cuerpo experimentó una suerte de movimientos espasmódicos, como consecuencia de la exposición a la ventisca fría de aquella noche. Con ello, me parecía que no sería tan difícil capturar la atención del personal que estaba de guardia, si solamente conseguía prolongar esa reacción temblorosa. Estando dentro de la sala de emergencias, la temperatura empezó a nivelarse, y mi cuerpo se sentía más cómodo, pero como ya le había hecho memorizar los movimientos previos, para obtener la atención rápida, decidí continuar con esa coreografía rara y así no decepcionar a mi novia, quien esperaba en otra sala aparte, exclusiva de los acompañantes. A pesar del esfuerzo, creo que esta vez fracasé como actor.

Un par de minutos después del señalamiento, que hizo un agente de seguridad, al asiento donde debía esperar, se me acercó una seria pero amable enfermera, quien empezó a inspeccionar mis signos vitales y completar un pequeño formulario con mis datos personales y las circunstancias de la lesión. Entonces, aparentando un natural nerviosismo doliente, yo procuraba recordar las escenas que había imaginado, pero se habían ido también con el taxi. Entonces oí la pregunta que había ensayado más de una vez, en el taxi, con mi novia, "del uno al diez ¿cuánto le duele?". Mi momento había llegado y debía aprovecharlo. Entonces respondí "entre ocho y nueve", casi tartamudeando. Entonces, vi que ella dibujó un número dos grande en un recuadro al lado derecho de mi nombre. Aquella valoración enigmática le serviría de distracción a mi cerebro, que sólo recibía impulsos de dolor y, ahora, pasada la hora de la cena, también hambre.

Empecé a analizar aquel momento, era el último de los cuatro pacientes que esperaban en la sala, por lo que difícilmente ese número representaría el orden de atención, pues, considerando que mi plan de afiliación contratado apenas bordeaba lo dignamente básico, probablemente, era el menos indicado para tener preferencias allí.

Mientras examinaba otras posibilidades, un barullo nace en el pasillo que viene de la puerta, se oye también el chillido que una silla de ruedas hace al desplazarse sobre el porcelanato del piso. Sobre ella, traen a un hombre de aproximadamente setenta años con el rostro y la camisa ensangrentados y el aspecto bastante resignado. Con él, dejaron el cuestionario para después y lo llevaron, de inmediato, a un módulo de atención de emergencias. Si creía que la puntuación de mi dolor podía ser determinante, la caracterización tenía un peso inigualable.

Entonces miré a mi alrededor, quienes me acompañaban, eran coincidentemente todas mujeres. Una de ellas, casi como de mi edad, pero más grande que yo, descansaba, con un pie al aire, sobre una silla de ruedas en un extremo del área de espera; con una mano manejaba su teléfono móvil y con la otra se secaba las lágrimas que de rato en rato le brotaban mágicamente. Un poco menos distante, otra dama, traía la mano izquierda enorme y casi llena de hematomas y los ojos hinchados por el llanto, ésta pasó primero que las demás. Y por último, a mi mano izquierda, estaba una jovencita de quince años, que aunque ya estaba cuando yo llegué, interrogaron después, la muy inocente confesó la calificación de su dolor abdominal en cinco, aunque de palidez llevaba como nueve.

Detrás del mostrador principal, un hombre delgado vestido de azul acero gritó mi apellido y yo respondí instintivamente, me habían ordenado pasar a la sala de rayos X y antes que me diera cuenta, ya había terminado. A pesar de la velocidad en esa sesión de fotografía médica, cuando volví a la sala de espera, mi asiento era ocupado por un hombre de barba rubia y prominente barriga. Con disimulada indignación, mire el único asiento vacío que quedaba en frente de él y lo ocupé. Allí, mientras buscaba calor en mi nueva silla, escuchaba el tortuoso testimonio de quien había usurpado mi cómoda ubicación. Cualquier escala le habría quedado corta para calificar a la cefalea que lo atormentaba aquella noche. Sus lamentos me recordaron los casi mortales ataques de migraña que sufrí cuando fui adolescente y también me hicieron desear dejar mi asiento para ir donde no alcanzase a oír su penosa condición, pero solo conseguí elevar la mirada hacia un colorido cartel que estaba sobre la cabeza del doliente y que contenía la respuesta al enigma que había hecho llevadera mi primera visita como paciente a una sala de emergencias.

Las dos damas que habían sido atendidas previamente, habían recibido un tres en el recuadro de su formulario, el cual indica la gravedad del paciente; el anciano era un cuatro, por eso con la mínima inspección se saltaron el papeleo; la quinceañera y yo teníamos dos, calificados como leve y por lo tanto, nos hacíamos acreedores a un alto tiempo de espera. Felizmente, en cuanto terminé de descifrar el enigma, me derivaron a un módulo de atención, donde un empático médico resolvió mi lesión con unas vendas y una poca de yeso. Para entonces, mi dolor ya estaba en cinco, o quizá siempre estuvo así.

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