Eran casi las 10 de la noche, un
par de ojos marrones junto a aquella sonrisa, que fulminaba mis preocupaciones, la que
me elevaba a lugares de ensueño; sus cabellos castaños cual caída de agua, que
encandilaban mi ser. Ella venía hacía mí...
El encuentro era inminente, los
segundos parecían más largos, y ahí estábamos nosotros, frente a frente. Tú
sonriente, yo impresionado. Tú radiante, yo fulminado.
Las personas en nuestro alrededor
parecían no estar ahí, me habías transportado a otra dimensión. Tu mirada
inocente que irradia dulzura acicalaba mis ojos placenteramente, todo era perfecto
hasta que un pensamiento retumbó en mi ser, quebró mis rodillas y empuñó mi
garganta.
“Di algo” ella pensó.
Habían pasado varios segundos
donde sólo quedamos mirándonos, no recuerdo que dije, o al menos no pretendo
recordarlo, fue un mero formalismo que satisfizo las miradas escrutadoras de
nuestros acompañantes, tan sólo eso.
“Quédate aquí, conmigo” era mi grito ahogado. “No te vayas, estemos juntos” imploraba.
A mi conciencia torturaba con la indecisión
de qué decirle y mientras la incertidumbre me destruía, sus labios violetas
llegaron a mi mejilla y susurró: “Adiós, debo irme”.
Se apoderó de mí un sentimiento
de culpa, resignación y vergüenza. Todo había acabado. Ella se alejaba de mí y
mis oportunidades de verla otra vez consigo. Los metros que nos separaban me parecían
por de más extensos. Dentro de mí sobresaltó una fuerza que me hizo gritar: “¡Espera!”
Ella volvió la mirada hacia mí y
dije: “Quédate aquí, conmigo. No te
vayas, estemos juntos.”
Continúa aquí...
0 Comentarios